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Carlos Naucler Vélez

Inflación

A pesar de lo alterado de mi estado de ánimo, debo contar esto, y dejar constancia de los hechos acaecidos, a fin de ayudar a los historiadores venideros.
22/08/2022
Crónica y testimonio

Esta mañana fui a la farmacia a comprar unos caramelos de eucalipto. Delante de mí había un anciano, unos ochenta años así a ojo. Cuando la farmacéutica le preguntó qué quería, este dijo, vacilante:

—Sí, mire, quería un tubo de Fogo… Foglo… Ay, no, era Frogopol… Frogolo… Forlo… No sé, una pomada para los dolores —resolvió, agotado por el esfuerzo silábico.

La farmacéutica asintió sonriente.

—No se preocupe, señor, quiere decir el Flopoglo… Ploglofro…

—Eso, eso, algo así. No se me queda el nombre, pero ya me entiende, ¿verdad? Es una pomada para los dolores…

—Sí, ya, una que empieza por Flo… —admitió la dependienta—. Jobar, si estoy harta de venderla. Además, va muy bien, es de lo mejor que tenemos.

—Pues por eso mismo, con lo que me duele la ciática. Fogro…

—Plogro…

Con tanto ejercicio exploratorio de los límites de la fonética, se había formado una pequeña cola. El que iba detrás de mí, extrañado por el intercambio gutural entre anciano y dependienta, me preguntó si pasaba algo.

—No, nada —respondí—, es que el señor está pidiendo un tubo de Gloproflo… Grofloplo… ¡Ay, joder! La pomada esa para los achaques —concluí, molesto conmigo mismo por no poder citar la dichosa marca.

—Ah, sí, en casa la usamos mucho, la Floglo… glo…fren —concluyó, tras ímprobo esfuerzo. Pero poco le duró la alegría, porque la mujer que tenía detrás intervino en ese momento.

—Disculpe. No se dice así, se dice Po… go… proflen. Sí, Pogroplofren, o algo así.

—No —terció el siguiente en la cola—, no es así, es Flongro…

Entretanto, el vejete y la farmacéutica seguían enfrascados en dilucidar la marca, como doctores de la Ley discutiendo sobre el nombre de Dios.

—Gloplofronjel… Blontoprofren… —argüía él, cada vez más acalorado.

—No, Frontoprogel… Gongopropen… —reponía ella, y las contorsiones de su lengua se me hacían extrañamente sexys. Fantaseé con… Da igual, no viene al caso.

La cola de clientes salía por fuera del establecimiento, todos absortos en esclarecer tan esquivo nombre, en un ambiente cada vez más enrarecido y cargado de electricidad.

—Plongroflon…

—Profloclogren…

—Es una pomada para los dolores…

—Coproflogen…

—Yo creo que es Cloroglocclen…

—No es correcto, usas demasiadas oclusivas velares. Floprogromen…

—Pues a mí me parece que tiene una fricativa labiodental por alguna parte.

—Flongronplonfglren…

—¡Oiga, por favor, no me deje por tonto! Es Potr… Potorroflen.

—¡Sabiñánigo!

—Pues en el anuncio de la tele les sale a la primera.

—Porque lo dicen cantando, como los tartamudos.

—¡Glornprlofronclgen!

—¿Y si lo cantamos todos a coro?

—Oye, pues a lo mejor sí, ¿no?

—Venga, vamos a probar. ¡A ver, un momentito! Vamos a cantarlo todos a una, a ver si sale, ¿vale? Venga, va. Una… dos… ¡y tres!

—¡¡Glworplflonglronplflgrrreeennglrll!!

Ocurrió todo muy rápido. Hubo un tremor sordo y creciente, como el comienzo de un terremoto. La farmacia comenzó a vibrar mientras pequeños fuegos de San Telmo revoloteaban entre nosotros, arremolinados en espiral de camino a la lámpara del techo, justo sobre la vertical del abuelo. Y ahí mismo se abrió un pequeño punto negro que se tragaba la luz y el aire con un silbido de succión, y el punto fue creciendo, y de él emergieron unos tentáculos gelatinosos que se agitaban con ansia.

No pudimos reaccionar, pues estábamos ocupados en mantener el equilibrio al tiempo que mirábamos la puerta a un espaciotiempo remoto en el que se adivinaban destellos de colores imposibles y se oían, superpuestas al estruendo fronterizo entre dos mundos, unas flautas que competían por desafinar.

Los tentáculos palparon primero y asieron después al anciano, con firmeza, y lo elevaron hacia la abertura, mientras una voz gutural, pura vibración al borde del infrasonido, barboteaba algo como:

Ymg' ephaiah'lw'nafh ehye ahog yah'or'nanah, llll Cthulhu ah ahlloigehye llll fahf goka!

Hubo un instante de resistencia en que pareció que el manojo tentacular y su presa se habían atascado en la abertura, pero cedió tras un par de tirones, con el sonido de una botella descorchada. Tras eso, el círculo negro se desvaneció, y cesaron los temblores y silbidos. Lo último que pude oír del anciano, conforme pasaba al otro lado, fue un triunfal «¡Oligofreeeen!», algo desentonado en este nuevo contexto. Y, después, nada, la calma más absoluta.

—Buenos días, ¿qué desea?

La farmacéutica se dirigía a mí, porque ahora era el primero de la cola. Pero yo seguía con la mirada desconcertada, fija en el punto ausente. Ella, anticipándose a mis preguntas, me aclaró:

—Ha dicho que bueno, que vale, pero que los prefiere algo más jóvenes. Y con salsa boloñesa.

—Ah —dije al volver en mí—. Yo es que el acento de R'lyeh no lo pillo bien.

—Claro, porque es muy cerrado… En fin, dígame, caballero.

—Ah, sí, pues quería una caja de caramelos de eucalipto para la garganta… Sí, esos mismos —le confirmé cuando señaló el expositor de Brinkola.

—Vale, pues aquí tiene. Son 19,45.

—¡¡¿Qué?!! ¿Cuánto ha dicho?

—19,45. Es que con esto de la inflación…

Salí de la farmacia en estado de shock. Entre temblores de consternación, saqué el móvil y me puse con la calculadora. La semana pasada eran 14,95… ¡Ha subido un 30%!

¡30% de incremento en una semana! ¿Os lo podéis creer?


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