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Carlos Naucler Vélez

Stendhal estuvo aquí

Pues créanlo: me presenté una vez a un campeonato de sensibilidad, y lo gané, tras una reñida pugna con pesos pesados de la empatía como Ursula von der Leyen, cuyo poema intimista "Pobrecitos colaterales" hizo arder los crucifijos. Pero como a mí a delicado no me gana ni Dios, le pedí a Javier Solana que me sujetase el cubata (se lo bebió, se durmió y quedó descalificado), y salté a la palestra con un relato de tal sensibilidad que… Mejor léanlo. Tengan a mano los clínex, aviso.
17/06/2025
Relato

El Museo de Arte acogía una exposición de obras del Renacimiento al Barroco. Botticelli, Durero, Rafael, Tiziano, Rembrandt, estaban todos. Cientos de personas se agolpaban para entrar bajo la ligera llovizna del sábado.

Nada más pasar a la primera de las salas, el impacto fue tan brutal que se quedó sin aliento. El Esteta siempre había tenido mucha sensibilidad para el arte; le gustaba detenerse en los detalles de la ejecución de la obra, aprenderlo todo de su contexto histórico, del autor, de la técnica. En sus ratos libres pintaba, pero nunca dejó de ser un hobby para él. Quizá por ello sabía apreciar, mejor que muchos de los presentes, la magnificencia de la muestra, que iba mucho más allá de los insulsos detalles que desgranaban los guías turísticos. Le abrumaba la ejecución exquisita, la atención al detalle y la soltura en el trazo y la pincelada. La cantidad de trabajo, pasión y esfuerzo invertidos. Vidas enteras dedicadas en exclusiva a inmortalizar aquellos lienzos. Los autores estaban muertos hacía siglos, pero las musas que los inspiraron todavía aleteaban entre su legado.

La belleza. Era tan grande la belleza, que a los pocos minutos suspiraba a cada paso; la cabeza le daba vueltas y los latidos se le aceleraron. Era como estar en el mundo al que uno debe ir cuando ha hecho bien las cosas en éste. Tras unas horas ya no pudo más, y ahí, en el rellano de la escalera, tuvo que sentarse unos minutos en un escalón y dejar que se le empañasen los ojos.

La gente pasaba alrededor sin prestarle atención, salvo algunos niños pequeños incapaces de comprender. No eran infrecuentes estos episodios, que afectaban a gente con una sensibilidad especial. Trató de sobreponerse a la congoja que le embargaba, pero quiso la fortuna que subiendo al segundo piso se diera de bruces con el Descenso de la Cruz, de Rubens, que le contagió de su angustia, y lloró aún más. Pasó a otra sala, a ver si se le pasaba, pero el efecto fue aún peor. La sensibilidad era como un muro sólido que se le venía encima, sepultándolo, y tuvo que sentarse de nuevo en un banco a hundir la cara entre sus manos, sollozando audiblemente esta vez.

Y cuando acabó de hacer el mongolo, se puso en marcha. La abuela vivía al otro lado del polígono. Caperucita cogió su patinete eléctrico y tomó el carril bici. Al poco se encontró que el camino estaba obstruido por una tortuga que no le dejaba adelantar. Esta le dijo:

—¿Está bien, señor? —le preguntó un anciano.

—Sí, no es nada, es que…

En ese momento cambió la música ambiental y comenzó a sonar el Aria de la Suite nº 3, de Bach. Era como asomarse al Paraíso sabiendo que nunca podrás llegar a él. Una pérdida irreparable. Y eso le hizo llorar todavía más. Sus lamentos eran lo bastante fuertes como para atraer la atención de varios grupos de personas. Algunas de ellas se acercaron para interesarse.

—No, no, de verdad, no me pasa nada —decía el Esteta entre vértigos entrecortados, pero a lo abrumador de la belleza empezaba a sumarse cierta irritación de saberse el centro de atención. Y la toma de conciencia de que, después de todo, aquellos que le rodeaban no compartían su inmensa pasión. Se sintió solo.

—¿Quiere que llamemos a un médico o algo?

—No, gracias, si estoy bi… —y volvieron a interrumpirlo los hipidos y gemidos de angustia. Un par de los niños que lo rodeaban rompieron a llorar también, por solidaridad. Una madre, que empezaba a dar muestras de evidente nerviosismo, le reconvino:

—Oiga, si no le pasa nada, ¿no puede contenerse un poco, por favor? Está haciendo llorar al niño.

Lo que faltaba. No bastaba con lo indigno que le hacía sentirse la obra de los grandes, que ahora incluso provocaba el lloro en los pequeños. Nadie lo supo, pero a los motivos de llanto se añadió también la autocompasión.

- A ver, déjenlo en paz, por favor, ¿no ven que está muy afectado por todo este arte? Suele pasar a menudo -era una voz amiga que le puso una mano en el hombro mientras así decía, y la gratitud fue tan grande que la siguiente oleada de gemidos fue como una liberación, sin vergüenza ni tapujos. Entre tanta lágrima aún sonsiguió articular:

—… es que… es… todo… tan bello… tan sublime…

La mitad de los niños presentes, así como un par de mujeres y un anciano, ya lloraban para entonces, bien por empatía o de la impresión ante esa cara enrojecida de ojos anegados y dos velas que se perdían en los labios, donde formaban burbujas cuando trataba de hablar. Una joven hípster desaliñada y con gafas, estudiante de Bellas Artes o practicante de la pachamama, contagiada sin duda por la delicadeza de aquel romántico anónimo, se sentó junto a él y le rodeó con un brazo, llorando, como correspondía.

—No pasa nada, no pasa nada… yo te entiendo… a mí también me ocurre…

Tanta ternura lo abrumó; aceptó el abrazo y se hundió en él, desconsolado y extasiado a la vez bajo la mirada de santos, vírgenes y otros seres sobrenaturales. Alguien pidió un médico mientras la pareja se consolaba como debieron hacerlo Adán y Eva tras la expulsión del Edén. Tras dejar un reguero de mocos en el jersey de lana de la joven, el Esteta levantó la cabeza, se encontró con su mirada acuosa, su caricia en el pelo, el roce de mejillas, una cosa llevó a la otra, y sin dejar de sollozar ni un momento se encontraron introduciéndose las lenguas, extáticos, mientras la mano de la joven descendía por su espalda, rodeaba su cintura y empezaba a magrearle los genitales, que reaccionaron como por mandato divino.

Para entonces ya había muchas personas llorando, y el coro de lamentos atraía a visitantes de otras salas y pisos. Un grupo de unos veinte o treinta turistas coreanos berreaba al unísono sin gracia alguna, convencidos de estar siguiendo las costumbres del país. Pero la escena que comenzaba a tomar forma en el banco hizo esfumarse la magia del momento para varios padres y madres que se apresuraron a sacar a sus críos de allí, no sin antes recriminar a la pareja el espectáculo que estaban dando.

—Venga, vámonos, que el cerdo éste está loco —se oyó decir a un padre a los suyos. Esto interrumpió el arrebato místico de la pareja. Galvanizado, el Esteta levantó la cabeza y localizando al padre se oyó decir:

—Pues estaré loco, ¿qué pasa? Prefiero eso a ser un botarate insensible como usted. ¡Qué pena de críos, por Dios!

—Oiga, a mis niños déjelos en paz, ¿eh, degenerado? —se dio la vuelta el airado padre, su mujer rogándole por lo bajo que lo dejase correr— Y si quiere llorar, váyase al servicio de señoras, nenaza. Aquí compórtese como un hombre.

Y lo decía así, el animal, enmarcado al fondo por los angelitos de un Murillo. El Esteta dejó de sobarle un pecho a la hípster para señalar a uno de los hijos, ciego de ira.

—¡Niño, tu papá no es ése, es el barquillero de la entrada! Este hombre es un cornudo, pregúntale a mamá, pregúntale.

La madre se echó las manos a la cara, llorando de humillación, y el crío gimió desesperado, esta vez de miedo. Varias personas intentaron mediar, pero el padre, sulfurado, se abalanzó sobre la pareja y largó un puñetazo que al errar le saltó la dentadura postiza a un anciano cercano, que acabó en el suelo para consternación de sus compañeros del Imserso. No tardó en formarse un guirigay en el que unos querían pelearse mientras otros los trataban de separar, entre lloros, bajo el contrapunto melódico de Bach. Sólo los coreanos mantenían a su modo la compostura, desechos en lágrimas, sin saber qué hacer salvo sacar fotos.

Sin duda fueron los nervios los que hicieron que uno de los visitantes acabase vomitando las albóndigas sobre la cara de un querubín de una Alegoría del Amor de Veronese. Tamaña obscenidad fue vista de refilón por el Esteta, cuya alucinada visión se cubrió de nubes negras. Agarró el banco donde había estado sentado y profiriendo un alarido lo lanzó al pobre mareado, que para no perder el equilibrio se asió al marco del cuadro, desprendiendo a éste de su soporte y haciéndolo caer al suelo, donde fue inmediatamente pisoteado por varios niños histéricos cuyos padres trataban en vano de localizar. No tardaron en hacer acto de presencia los servicios de seguridad, aunque poco pudieron hacer ante el pandemónium que se adueñó de la planta, de modo que optaron por lo que mejor sabían: sacar las porras y unirse a la fiesta. También aparecieron en escena unos hinchas radicales del equipo local, que por lo visto se habían equivocado de partido.

Aquí, un busto de Rafael cayó de su soporte por un empujón y rodó escaleras abajo hasta el primer piso, donde llegó hecho añicos, en reñida competición con otro de los ancianos. Allá, un Tiepolo, el Martirio de Santa Águeda, estaba tirado en el suelo y sobre él la hipster ninfómana se revolcaba en éxtasis místico, sin dejar de sollozar, tratando de usurparle el lugar a la santa. Y el Esteta desesperaba de asistir a tamaño sacrilegio en el único templo digno de ese nombre. Con restos del marco del Veronese atizaba a todo el que se cruzaba en su camino sin dejar de gritar:

—¡No profanéis la belleza! ¡No os atreváis a profanarla, hijoputas!

Un joven agente de seguridad se encaró con él, lloroso de nervios y miedo, sacó la pistola de la funda y le apuntó ordenándole que levantase las manos, que de lo contrario dispararía. El Esteta, echando ya espumarajos por la boca, ni le oía. El agente disparó, pero con los empellones de la marabunta el tiro salió errado, y fue a incrustarse en la frente del niño Jesús que posaba en el regazo de una madonna de Fra Angelico, no sin antes atravesar el hombro de un coreano que, ahora sí, lloraría con conocimiento de causa. El sonido del disparo fue el catalizador que dio inicio a una nueva fase del evento, la del pánico. Los alaridos ganaron decibelios, y los llantos rivalizaron. Las escaleras se llenaron de una masa humana que bajaba a trompicones, desordenada. Sonaban cristales al romperse, o quizá fueran jarrones.

Mientras, el Esteta agarró un extintor y, basculándolo como un mazo, lo descargó sobre la cabeza del de seguridad, que se desplomó como un fardo. La anilla de seguridad saltó y el extintor se disparó, rociando de espuma carbónica a personas y cuadros por igual. Quizá para tratar de recomponer un poco el clima de normalidad, empezó a tararear a voz en grito el aria de Bach al tiempo que trataba inútilmente de controlar el extintor hasta que éste se vació.

Nadie sabe cómo se originó el fuego. Seguramente la necesidad de dramatismo lo hiciera aparecer de forma espontánea, pero el caso es que en cuestión de segundos, minutos a lo sumo, ya había cortinas ardiendo, le siguió la tapicería de algunos sofás, y no tardó en pasar a las obras, que diríase llevaban siglos esperando este momento supremo por la alegría con que acogían las llamas. Los miles de personas terminaron de salir en tromba a la lluvia mientras un resplandor comenzaba a titilar tras las ventanas.

Y a través de una de ellas del segundo piso, reventada, vieron a contraluz la figura del Esteta, negro sobre rojo, bailando en éxtasis sobre la hoguera del Arte y la Historia, sin dejar de tararear la melodía de Bach, intercalada con exclamaciones sobre la belleza. Bajo la ventana, un cochecito de niño bajaba en solitario las escaleras desiertas de acceso al Museo.

Llegaron los bomberos, las ambulancias, la policía, y todos ellos acabaron llorando ante la imagen del Museo convertida en una inmensa pira. Los medios de comunicación, en cambio, estaban en otra parte: el equipo local había perdido la final de la Copa del Rey. Las cámaras recogieron planos de jugadores y aficionados sollozantes, y las imágenes de su infinita tristeza conmovieron a todo el país.

Mas pronto escamparía, clarearía el domingo, y el lunes era día de labor.


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